lunes, 21 de noviembre de 2022

Latas en la cuneta

 

Esta tarde, circulando por una carretera secundaria, he visto una enorme sucesión de esas bolsas amarillas que suelen usar los trabajadores del mantenimiento de carreteras de la Junta de Andalucía. Me llamo la atención el gran número de ellas, lo que representa el descuido de los usuarios de estas vías públicas por la limpieza y conservación de las mismas. Las cunetas son para algunos un basurero longitudinal donde se puede arrojar basuras de todo tipo. Pero lo que llamó la atención sobremanera fue constatar que la inmensa mayoría de esta basura estaba constituida por latas, algunas de refrescos y bastantes más de bebidas energéticas

 Por lo que se ve, para muchos, y digo que deben ser muchos a tenor de la cantidad de recipientes que los operarios recogen en los aledaños de la carretera, no solo el mensaje repetido hasta la saciedad de la urgente necesidad de reciclaje les resbala, sino que la importante e imprescindible obligación moral y ética de mantener el entorno limpio y saludable para todos les trae al pairo. Todo ello sin pretender siquiera atender al presumible sentido estético que cualquier persona medianamente formada tiene y que se ve seriamente afectado al contemplar esa larga fila de desperdicios que jalonan muchas de nuestras vías públicas.

Hace poco me referían el comentario de un joven que en un grupo decía que no le gustaba el vehículo industrial que acababa de adquirir su padre para la empresa familiar porque algunas de las ventanas tan solo se abrían parcialmente girando hacia fuera los vidrios y ¡así no se podía ni tirar la basura fuera!

Mucho trabajo educativo queda por hacer si queremos obtener una juventud consciente y responsable de estas cuestiones, que parecen de orden menor si las comparamos con problemas más urgentes e importantes, pero que no dejan de ser un reflejo palpable de una actitud egoísta e insolidaria que representa una forma de ver la vida en sociedad y que se manifiesta en otras tantas facetas de la convivencia comunitaria.

Y relacionado con la educación vial también nos encontramos la pasmosa e inconcebible campaña de la Dirección General de Tráfico recordándole a los conductores la importancia de usar los intermitentes del coche. Si hasta para tan elemental e imprescindible conducta vial tenemos que gastar dinero y recursos públicos me quiero imaginar que la cuestión social no anda muy bien del todo.

domingo, 14 de agosto de 2022

Un árbol okupa


En principio declaro que no soy muy amigo de la televisión. Es un instrumento cultural que podría ser muy poderoso y que se utiliza precisamente para justo lo contrario: para idiotizar al personal. Dicho esto, sabemos por propia experiencia que, a veces, es absolutamente imposible escapar de las garras de la bestia y las imbecilidades televisivas te asaltan en cualquier momento. Ocurrió que pasaba accidentalmente por delante de la caja de entontecer y daban una noticia realmente impactante en el canal público de Andalucía: se quejaba una familia de Córdoba de que las ramitas de uno de los árboles de la calle se metían en el balcón de su casa. El periodista (¡qué lástima de años desperdiciados en la facultad!) daba tintes siniestros a la mórbida acción del susodicho vegetal que cometía la osadía de introducir sus apéndices vegetales en el hogar de esta familia. Una de las protagonistas de la entrevista no cesaba de decir que estaba enferma del corazón y que con toda probabilidad ello se debía a la acción de la malvada planta y se quejaba, además, del “ruido” que hacían los pájaros que utilizaban este árbol con las aviesas intenciones de molestar continuamente a esta plácida familia. ¿Cómo comparar esto con la visión y el sonido de los coches pasando raudos por la avenida? ¡No hay lugar!

A todo ello, desde la central del programa, otro ¿periodista?, el que dirigía el cotarro, insistía en preguntas tales como cuantas reclamaciones habían hecho al Ayuntamiento y el caso que les habían hecho e introduciendo comentarios como que la poda de las ramas no serviría más que para que las ramas crecieran otra vez y que la solución era que los vecinos se unieran para cortar el árbol. 

Esta impresionante noticia fue oída desde la habitación de al lado y picado por la curiosidad me acerque a la pantalla para ver en directo la magnitud del desastre arbóreo-hogareño. Era un segundo piso y juro por el Monstruo Espagueti Volador que todo se podría haber solucionado con unas simples tijeras de podar. Eran unas ramitas insignificantes que traspasaban levemente las rejas del balcón.

Tamaño absurdo problema me dejo totalmente perplejo y me sumió en una serie de reflexiones sobre la burbuja de cristal que significan las ciudades, que alejan a los habitantes de las mismas de todo lo que significa la naturaleza y el contacto con ella.  Viven ajenos al aire que respiran, al agua que beben, a la procedencia de la comida que necesitan, a los seres que comparten con nosotros el mismo hábitat y me reafirman en la certeza de que la gran mayoría de la población sufre de lo que en Psicología se ha venido en llamar Síndrome por Déficit de Naturaleza.


sábado, 30 de octubre de 2021

 Unos enormes ojos verdes

UNOS ENORMES OJOS VERDES

Las predicciones meteorológicas en el área de Estrecho de Gibraltar no son de excesiva fiabilidad. Hoy en día, gracias a la modelización matemática, los satélites y demás, pueden ser algo precisas para un par de días, pero las especiales características geológicas y marítimas del entorno hacen muy difícil prever la meteorología local. Hace unos años, era mucho más arriesgado salir al campo; era como jugar a la ruleta rusa. Te podía caer una auténtica tromba de agua sin aviso y sin escapatoria posible.

Cuando aún era posible la acampada en nuestros montes y las masas de los mal llamados senderistas no habían colonizado los campos, llenándolos de gente con modelos Decathlon y bastones de última generación, auténticas hordas precedidas de gritos y, en muchos casos, marcando su trazado con múltiples desechos, casi todo el tiempo que teníamos libre lo dedicábamos a pasarlo disfrutando del aire libre, pequeños grupos de amigos que teníamos en común la pasión y el amor por la Naturaleza.

En una de estas salidas al monte, nos encontrábamos acampados en la Sierra de la Plata, en Bolonia, término municipal de Tarifa. Allí nos disponíamos a pasar todo el fin de semana. Llegamos por la tarde y mientras algunos se dedicaban a montar las dos tiendas de campaña (¡que bonitas aquellas canadienses clásicas!) y otros aspectos de la intendencia, otros bajamos al valle a prospectar la fauna que podíamos encontrar.  Con nuestros prismáticos y rudimentarias cámaras fotográficas intentábamos emular, por supuesto sin demasiado éxito, a aquellos grandes documentalistas de la época como nuestro querido y añorado Félix Rodríguez de la Fuente. A nuestra espalda quedaba la magnífica colonia de buitres mientras que algunos ejemplares nos sobrevolaban con su peculiar majestuosidad.

Con tanto entusiasmo, mientras enfocaba con mis prismáticos no recuerdo que interesante especie de ave, un mal paso en la roca donde estaba encaramado me hizo resbalar y caí de bruces en medio de un zarzal que crecía en la base de dicha roca. Se conoce que el vegetal estaba en su clímax vital puesto que presentaba en todo su apogeo todas las púas y espinas que caracterizan a estos especímenes, o al menos eso me pareció a mí. Como si estuviese enredado en una alambrada de espino o concertina de las suelen colocar en las zonas de fronteras, me era imposible librarme de aquel doloroso enredo y cada vez que me movía me encontraba más y más atrapado en aquella lacerante y diabólica tela de araña espinosa. Con la inestimable ayuda de mis compañeros, finalmente y con una paciencia infinita fui saliendo de aquella trampa de la Naturaleza. Mi aspecto final, estilo “ecce homo”, lleno de arañazos, pequeñas heridas sangrantes y parte de la ropa hecha jirones no era muy presentable, pero en aquellos juveniles años, nada nos podía detener y continuamos con nuestra pequeña expedición en busca de la observación de interesantes especies.

La tarde comenzó a oscurecerse cuando unos negros nubarrones aparecieron desde el Estrecho y comenzaron a extenderse por el valle y la sierra. Casi sin aviso previo, de repente, alguien abrió el grifo de las nubes y comenzó a caer una especie de diluvio que impedía la visión de lejos. La noche se nos echó encima y con la oscuridad perdimos los puntos de referencia y la orientación. La tierra, hasta ahora firme y seca, se fue convirtiendo en una especie de barro pegajoso que se iba acumulando en nuestras botas haciendo cada vez más difícil desplazarnos por aquel fanguizal. Por si fuese poco no teníamos ni idea de adonde debíamos dirigirnos para llegar a nuestro precario campamento. Uno de los compañeros se percató de un repentino reflejo de luz que pudo percibir levemente a través de la lluvia e interpretó que podía ser la luz de la linterna de uno de los que se habían quedado en las tiendas. Tras un debate interno decidimos no seguir aquella dirección, puesto que alguien que aún conservaba algo del sentido de la orientación se dio cuenta de que aquella luz venía justo de la dirección contraria de donde pensaba que estarían los demás. En los días posteriores, en casa y consultando los mapas, llegamos a sospechar que la luz podía venir del faro de Tánger, al otro lado del Estrecho. Menos mal que hicimos caso al compañero.

El más jovencito e inexperto del grupo decidió que ya estaba harto de agua de lluvia y decidió cobijarse bajo un árbol, a pesar de nuestras incesantes advertencias en contra. El resto del grupo siguió su camino en busca del campamento cuando, muy poco después, el novato nos adelantó corriendo como alma que lleva el diablo, a pesar de los terrones de barro que llevaba en cada una de las botas y gritando como un poseso.

-          ¡Unos ojos verdes muy grandes y separados! ¡Debajo del árbol! repetía una y otra vez mientras corría presa del pánico.

Cuando conseguimos tranquilizarlo, la curiosidad nos pudo más que la prudencia y como ya nos era imposible seguir acumulando más agua en nuestra ropa, volvimos a pesar de la lluvia para averiguar quién era el poseedor de aquellos enormes ojos. Cuando estábamos a unos pocos metros de la base de aquel árbol, un lánguido mugido nos dio pistas inequívocas para nuestra investigación. Una pacífica vaca retinta rumiaba tranquilamente mientras se cobijaba de la lluvia bajo el árbol. Había tenido la misma idea que nuestro compañero, solo que ella había llegado mucho antes.

Unas voces lejanas nos dieron la clave para volver al campamento. Eran nuestros amigos que se habían quedado montando las tiendas y que, ya preocupados, se desgañitaban llamándonos a gritos. Finalmente, agotados y rezumando agua por todos los costados posibles llegamos y nos pudimos poner a resguardo bajo un toldo. Por supuesto, nadie del grupo llevaba ropa de repuesto, por lo que nos tuvimos que acostar desnudos en los sacos de dormir y, aunque pusimos la ropa a tender bajo el toldo, por la mañana seguía tan húmeda como por la noche. Aquella mañana, calentitos y confortables, el tránsito desde la salida de los sacos de dormir hasta colocarse la húmeda y fría ropa, supuso un increíble ejercicio de voluntad y sacrificio y los gritos de insatisfacción aún deben de estar resonando como ecos lejanos en aquellos agrestes y maravillosos cortados de la sierra.

 

                                                                                   Dedicado a George, él sabe por qué.

 

 

 

 

domingo, 10 de octubre de 2021

El desierto habitado

 

                                    El desierto habitado

Se aproximaban las fiestas de Navidad y no teníamos el cuerpo como para celebrar esa farsa de amor, amistad y convivencia. Siempre me ha parecido una parodia basada en el nacimiento de un hombre-dios que, al final, no es más que la apropiación de festejos paganos, esencialmente romanos; la iglesia católica es maestra en eso de quedarse con lo que no le pertenece de ningún modo.

            Generalmente me suelo quitar de en medio y viajo a los sitios más escondidos y recónditos por dos razones principales: para evitar reuniones y compromisos no deseados y para visitar los lugares más apartados sin tener que soportar la presencia de esos elementos discordantes de Naturaleza y de las ciudades que se suelen llamar turistas. En esta época se hacen sedentarios y las masas se quedan en casa o van a las casas de los abuelos a celebrar un no sé qué de sentimientos amorosos familiares que se suelen olvidar a los pocos días de terminar los festejos.

            En esta ocasión decidimos recorrer el Atlas y el desierto marroquí. Concretamente subir al D´Jebel Toubkal y dirigirnos posteriormente al sur del país y pasar unos días en el Sahara entre Zagora y Merzouga.

            Una vez pasada la frontera de Ceuta, decidimos ir hacia la costa atlántica, pero antes mi compañero de viaje recordó que en un recóndito rincón de la sierra había escondido una pequeña piedra de hachís, restos de un viaje anterior. Mejor que si lo hubiese registrado como un “waypoint” lo encontró tras una pequeña búsqueda y continuamos el viaje. Al poco decidió fumarse un cigarrito de esos y tan tranquilos íbamos cuando en un cruce de carreteras nos dio el alto una pareja de gendarmes marroquíes. Como era él el que conducía, uno de los policías se dirigió hacia la ventana del conductor y éste, de forma rápida y a escondidas, me pasó por debajo el dichoso porro. Yo no fumo ni siquiera tabaco así que, con los nervios, no sabía ni como coger ni esconder el cuerpo del delito. Para colmo, el otro gendarme se dirigió hacia mi ventana, lo que incremento mi natural estado de nerviosismo. Era un control rutinario y tras unas breves preguntas y un desganado vistazo al interior se retiraron y nos permitieron continuar el viaje. Tras arrancar de nuevo la furgoneta, mi compañero me preguntó cómo había ocultado el “petardo” y como había hecho para que ninguno de los dos gendarmes hubiese advertido nada sospechoso dentro de la furgo. Como respuesta le enseñe las dos quemaduras que me había hecho en los dedos pulgar e índice de la mano derecha, heridas que me darían molestias para el resto del viaje. Todavía no entiendo como no detectaron el intenso olor del interior. O quizá sí, pero ya estarían acostumbrados y pasaron del tema.

            Sin más incidentes destacables y casi sin detenernos más que para lo indispensable seguimos viaje hasta el Alto Atlas. Tras cruzar sin parar en Marraquech, emprendimos la subida hasta el puerto de montaña que nos llevó hasta la base del Toubkal. Los paisajes de la alta montaña marroquí son auténticamente deslumbrantes. Dedicamos el siguiente día a subir todo lo posible por la poderosa montaña, aunque sabíamos que no podíamos tocar cumbre debido a la escasez de equipo y la cantidad de nieve y hielo en sus laderas. Llegamos hasta un refugio donde ya nos avisaron de las condiciones extremas de las alturas y después de deambular por los alrededores y tomar algún refrigerio iniciamos el descenso y llegamos a punto de cenar y dormir en la furgoneta, nuestro hotel en todo el viaje.

            Al día siguiente, después de recorrer algunos de los valles cercanos, paramos a descansar y se nos acercó un paisano del lugar ofreciéndonos comida tradicional autóctona en su vivienda. Dispuestos a experimentar y conocer la forma de vida de los habitantes de tan apartadas tierras, aceptamos encantados, tras fijar de antemano el precio, cosa que en Marruecos es de obligado cumplimiento si no quieres tener postreras sorpresas.

¿Queda muy lejos tu casa? – preguntamos usando el lenguaje particular de signos y expresiones corporales que se utilizan en estos casos, aunque conocíamos de sobra la respuesta: - No, está bastante cerca.  El concepto de “cerca” en el ambiente rural tiene un significado distinto al que se suele usar con otras formas de conocimiento. No busquemos paridad en el significado porque no lo hay. El pueblo, cercano según él, estaba al otro lado de un profundo valle por el que circulaba un riachuelo de aguas cristalinas que saltaba y brincaba entre las rocas del fondo. Integrado totalmente en el paisaje no dejaba de ser una humilde aldea cuyas casas de adobe tenían el mismo color pardo rojizo de las tierras que la rodeaban. Para llegar a ella había solo dos maneras tradicionales de acceder: o andando o en mula. Como no teníamos mula alguna no nos quedó otra opción que bajar al valle e iniciar la escalada por un sendero estrecho y zigzagueante que desembocaba en el pueblo. En toda la subida nos repitió varias veces el menú : - Couscous avec poulet; couscous avec poulet.

Una vez llegados a la aldea y tras un breve descanso para recuperar el resuello, nos llevó a su humilde casa y ocupamos un pequeño recinto donde una mesita y algunos cojines en el suelo hacían las veces de improvisado comedor. Nos puso una jarra con agua, algunos panecillos y esperamos un rato para las viandas. Supongo que ya las tenían preparadas de antemano porque al poco tiempo llegó con una enorme fuente de cuscús, asomando por doquier vegetales tales como zanahorias, coles, garbanzos, etc., y en lo alto del culmen, como dos montañeros que acabaran de alcanzar la cumbre de una difícil montaña, asomaban dos estrechas, exiguas y esqueléticas partes de una pechuga de pollo. No nos había mentido. Era un couscous avec poulet. Tan solo habíamos confundido las cantidades.

Tras algunas travesías menores por la base y los valles de la imponente mole del Toubkal nos dirigimos hacia el sur, destino a las dunas de Zagora, situada en el valle del río Draa. Allí visitamos la ciudad  y nos hicimos la correspondiente foto junto al cartel que anunciaba a las antiguas caravanas la distancia de su destino en función del tiempo: “Tombouctou 52 jours”.

Decidimos hacer la ruta hacia Merzouga evitando en lo posible las carreteras e hicimos la mayoría del trayecto por carriles y caminos casi intransitados salvo por algunos pocos locales con sus dromedarios que, al pasar, nos miraban con extrañeza y, a la vez, nos trataban con la amabilidad propia de la gente del desierto. Cerca de Merzouga (cerca, también en el desierto, es una forma de hablar relativa) decidimos circular por una zona de hamada llana que nos pareció segura; a lo lejos se podía adivinar entre la bruma el erg y las siluetas de las dunas adonde nos dirigíamos.

Todo se desarrollaba a la perfección, el motor de la furgo Mercedes rugía con regularidad matemática, no se divisaba vida alguna hasta donde alcanzaba la vista y hacía un día maravilloso. De súbito, el morro de la furgo se hundió en el suelo y las ruedas comenzaron a patinar hundiéndose cada vez más en la arena. ¿Cómo era eso posible si la hamada es el desierto de piedra con el piso firme como el asfalto de una carretera? Nos bajamos y al instante comprendimos que el aparente firme no era más que unos pocos centímetros de arena que al meteorizarse por efecto del frío y del calor, el viento y la escasa lluvia que a veces cae en el desierto, se había compactado formando un simulacro de roca dura que, al paso de la furgo, se había quebrado dejándonos con las dos ruedas delanteras, las tractoras, hundidas en la arena. Llevábamos una pequeña pala plegable con la que intentamos hacer un surco en la arena y retroceder hasta la zona donde el piso parecía más firme, pero según íbamos cavando y retrocediendo, las ruedas se hundían cada vez más. Sudando a chorros y casi deshidratados, al punto de caer en la desesperación, nos pareció oír a lo lejos un susurro leve que aparecía y desaparecía según el viento, como un pequeño motor. Pensamos enseguida que no era más que una especie de espejismo sonoro producto de nuestra imaginación febril intentando buscar soluciones al problema al que nos enfrentábamos. Ya estábamos intentando el difícil e inseguro sistema de enterrar profundamente la rueda de repuesto y con el cabo de remolque enganchado y girando en una de las ruedas tractoras ir sacando centímetro a centímetro el vehículo de aquella especie de arenas movedizas donde nos habíamos metido, cuando el sonido del pequeño motorcillo se hizo mucho más claro y audible. A lo lejos pudimos divisar una discreta nube de polvo que se dirigía y acercaba poco a poco a nosotros. Comprobamos al punto que se trataba de una pequeña moto en la que un paisano portaba a ambos lados de los costados de la misma una pala de grandes dimensiones y una recia tabla de madera afianzadas por sendas cuerdas. ¿Cómo era posible que nos hubiese localizado en aquellas inmensidades que nosotros presumíamos totalmente vacías de personas? Comunicándonos en esa especie de torre de Babel que se utiliza en el desierto, mezcla de francés, español, inglés, y expresiones de cortesía árabes y tamazight, nos confesó que no éramos, ni mucho menos, los primeros en verse en esa situación y que ya había ayudado a otros, a los que divisaba desde su pequeña aldea situada a media montaña, junto a una mina. Definitivamente el desierto sí que está habitado.

Cavando con la pala grande y colocando la tablazón de madera bajo una de las ruedas, en unos veinte minutos estaba la furgoneta en terreno seguro y nuestro ánimo había subido ya un montón de grados. Agradeciéndole de todo corazón su inapreciable ayuda le preguntamos cuanto le debíamos por el servicio y nos contestó que nada, aunque añadió de seguido que en un bolso llevaba una pequeña cantidad de fósiles del desierto y que, si queríamos, le podíamos comprar algunos. Magnífica estrategia comercial la suya porque, además de adquirir sin regatear algunos de los ejemplares que llevaba, le dejamos una generosa propina y nuestra admiración y reconocimiento más profundo por su ayuda.

En el resto de la ruta hacia el erg Chebbi y Merzouga nos cuidamos ya muy mucho de no abandonar los carriles y sin más inconvenientes llegamos a la zona donde pasamos unos días andando por las dunas, durmiendo en el desierto y visitando la famosa laguna temporal, unas veces árida y seca y otras llenas de vida con anfibios y aves acuáticas por doquier.

Se nos acababa el tiempo y teníamos que volver con relativa rapidez, pero decidimos parar en Marraquech, Yo ya conocía la ciudad de otros viajes, pero mi compañero tenía interés en echar un breve vistazo. Llegamos de día y pudimos ver el centro, la bulliciosa Medina, la Koutubia, torre gemela de la Giralda y la magnífica plaza de la Djema el Fna, llena de contadores de historias, vendedores ambulantes, encantadores de serpientes, aguadores, macacos amaestrados, músicos, etc. Por la noche, la plaza se transforma y se convierte en un inmenso muestrario de comidas tradicionales en un sinfín de pequeños puestecillos apelmazados donde los pregoneros, a voz en grito, proclaman las excelencias de sus brochetas, caracoles, hariras, frutas, pastelas y otras innumerables viandas.

Cansados como estábamos volvimos a la furgoneta y salimos del centro de la ciudad y buscamos un lugar tranquilo y silencioso para dormir junto a las antiguas murallas, ya que al día siguiente nos esperaba un largo viaje hacia Tánger para coger el ferry de vuelta a la península.

Ya estábamos a punto de acostarnos cuando vimos las luces de un coche sin ningún tipo de identificación oficial que se detuvo junto a nosotros y bajaron de él dos personas vestidas de calle, a la europea, que se dirigieron hacia nosotros y casi inmediatamente llegó un coche de la gendarmería marroquí de la que bajaron también otras dos personas, pero esta vez uniformadas. Uno de los primeros, con toda seguridad policía secreta, se dirigió a nosotros en francés, nos preguntó que hacíamos allí, se lo explicamos como pudimos y nos requirió los pasaportes. Se los dimos y se fue hacia el coche patrulla y lo oímos hablar con los otros tres en árabe, con lo cual no nos enterábamos absolutamente de nada. Tardaron en volver unos quince minutos que a mí me parecieron eternos y yo ya me veía pasando la noche en un calabozo de la policía marroquí sin entender muy bien que norma o ley, al parecer, habíamos infringido. Muy al contrario, nos devolvieron los pasaportes y de forma muy amable nos dijeron que nos teníamos que marchar de allí, que no podíamos pernoctar en aquel lugar. Ante nuestra cara de extrañeza, porque nos había parecido que allí no molestábamos a nadie ni estaba prohibido aparcar, nos dijo en un francés que entendimos a la perfección: - Pour votre propre sécurité.

Al parecer nos habíamos metido sin querer y como auténticos pringadillos en la mismísima boca del lobo, en una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Nunca agradeceré lo suficiente a esos policías el susto que nos dieron aquella noche. Salimos de allí, nos metimos en un aparcamiento oficial dentro de la ciudad y dormimos como lirones.

 

 

 

 

           

jueves, 21 de enero de 2021

La ingravidez y la transubstanciación

 

Antes de llegar, púber, a un instituto de bachillerato de carácter público, mis padres consideraron oportuno que ingresara en un colegio de los padres salesianos donde pase cinco años de mi infancia. En aquella época de plena dictadura y con las características propias de un centro educativo católico, la religión estaba presente en cada faceta de nuestras infantiles vidas. Teníamos catecismo, Historia Sagrada, misa todas las mañanas antes de empezar las clases, visita al Santísimo al medio día y rezo del rosario por las tardes. Los lunes por la mañana nos preguntaban por el color de la casulla que había llevado el cura en la misa del domingo, de que había tratado la lectura y que cuestiones habíamos aprendido de la homilía. De esa manera controlaban si habíamos asistido o no a la santa misa dominical. Evidentemente antes de entrar en el centro nos pasábamos tan vital información unos a otros. De tarde en tarde también nos caían unas jornadas de reflexión en forma de Ejercicios Espirituales.

            De toda aquella eclesiástica parafernalia, cuyas insensateces teníamos la obligación de creer a pie juntillas, algunos conceptos, ideas y sensaciones siguen brincando en mi cerebro a pesar del más de medio siglo transcurrido desde que abandoné dicho centro.

            Una de ellas era la historia que nos contaban los curas salesianos sobre la vida de Santo Domingo Savio. Un modelo a seguir. Este muchacho fue acogido por D. Juan Bosco, fundador de la Orden y que es el único santo infantil no mártir pues murió con 14 años. Su lema era “antes morir que pecar” y es el patrono de las mujeres embarazadas pues al parecer, tenía una especie de escapulario que, al colgar del cuello de las señoras encinta, les aliviaba de los dolores y molestias que conllevaba su estado. Pues bien, era tal el estado de éxtasis, arrebato pasional, obnubilación y concentración meditativa que, según los curas nos contaban, algunas veces después de comulgar era posible verlo levitando a media altura sobre el suelo, ajeno a todas las leyes de la física, especialmente la gravedad.

            Esta historia a mí me encantaba y muchas veces me propuse replicar el experimento. Estaría guay flotar en el aire y sentir la ingravidez de los astronautas en el espacio pero, por más que me concentraba al comulgar, jamás fui capaz de separar mis pies ni un miserable centímetro del suelo. Por lo que se ve esta capacidad estaba reservada para unos pocos privilegiados entre los cuales, evidentemente, no me encontraba.

            Otra fuente de incongruencia y frustración cognitiva que me quedó de esos infantiles tiempos era poder entender aquello de la transubstanciación. Yo había dado por perdida la reflexión y el entendimiento sobre la Santísima Trinidad. No eran tres dioses sino uno solo, aunque con mis ojos siempre veía en las representaciones un viejo, un joven y un palomo. Los curas ya se encargaban de quitarnos la idea de querer entender aquello; por definición era un misterio incomprensible para los pobres humanos, un dogma, así que o te lo crees o no eres de los nuestros. Pero aquello de que un trozo de pan ácimo con apariencia, tacto, textura y sabor parecido a un barquillo, se convirtiese nada menos que en Dios tras la pronunciación de una especie de sortilegio mágico que emitía el sacerdote con toda solemnidad, me parecía fabuloso.

Yo podía haber entendido que aquello fuese un símbolo o imagen que representara a Dios, como, por ejemplo, la zapatilla de mi madre que era todo un símbolo de obediencia, respeto, educación y cumplimiento de la normativa disciplinaria familiar, pero no, aquel trozo de pan se convertía en la mismísima divinidad que llegaba allí mediante un complejo proceso llamado transubstanciación.

El mismo término en sí ya venía envuelto en un aura de espiritualidad transcendente. Fue definido como dogma en el concilio de Letrán en 1215 para designar el espectacular cambio  de la substancia pan en el cuerpo de Cristo. Yo entonces creía entender que, en un acto de antropofagia (en este caso, Teofagia) figurada a quien te comías era al joven, a la segunda persona, pero como son tres en uno igual también deglutías en el mismo acto al mayor y al palomo. Vaya usted a saber ¡era dogma de fe! un concepto alejado, por tanto, de cualquier intento de conocimiento científico.

Una vez producido aquel maravilloso acto, que se repetía y se sigue repitiendo diariamente en miles de iglesias por todo el planeta , y que los trocitos de pan se transubstancionase en millones de Dios, me fascinaba la concentración y la pulcritud con que los sacerdotes limpiaban una y otra vez los restos de hostias y de vino que hubiesen quedado en cálices y patenas sagradas que tuvieron el privilegio de portar el cuerpo y la sangre de Cristo, la segunda persona de Dios, o del trio, vaya usted a saber, otra vez. Pero aquella abnegada devoción en la limpieza de los recipientes sacros, hasta que no quedara ni un ápice de Dios en ellos, contrastaba con el destino final de aquellas hostias que habían sido depositadas en la boca de los píos feligreses. Me explico. Una vez que los alimentos pasan de la boca al tracto digestivo, se van transformando en distintos jugos tales como el quilo, el quimo, etc. A lo largo del trayecto se absorben los nutrientes y parte de lo ingerido sale al exterior, como todos sabemos, en forma de heces fecales. Dichos restos están formados por los residuos de toda clase de alimentación que el cuerpo haya tomado por la boca y, sinceramente, si encontramos allí parte de lo transubstancionado no me parece que los colectores pestilentes sea un lugar adecuado para acumular allí restos de ninguna divinidad, aunque sea en forma molecular o atómica. Esto contrasta con la pulcra y exhaustiva limpieza previa de los utensilios sagrados que se hace a la vista de los fieles, mientras estos han comenzado el tránsito digestivo de Dios.

Seguramente ya habrá otro dogma, desconocido para mí, que regula la transformación de la substancia justo hasta que comienza el proceso digestivo y vuelva ya a ser un trozo de pan sujeto a las propias leyes de la biología de los seres vivos. Porque si no existe, tenemos aquí un agudo problema escatológico, en ambos significados de la palabra.

 

 

           

Pd. Escatología:

1. f. Conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba.

2. f. Uso de expresionesimágenes y temas soeces relacionados con los excrementos.

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