Antes
de llegar, púber, a un instituto de bachillerato de carácter público, mis
padres consideraron oportuno que ingresara en un colegio de los padres
salesianos donde pase cinco años de mi infancia. En aquella época de plena
dictadura y con las características propias de un centro educativo católico, la
religión estaba presente en cada faceta de nuestras infantiles vidas. Teníamos
catecismo, Historia Sagrada, misa todas las mañanas antes de empezar las
clases, visita al Santísimo al medio día y rezo del rosario por las tardes. Los
lunes por la mañana nos preguntaban por el color de la casulla que había
llevado el cura en la misa del domingo, de que había tratado la lectura y que
cuestiones habíamos aprendido de la homilía. De esa manera controlaban si habíamos
asistido o no a la santa misa dominical. Evidentemente antes de entrar en el
centro nos pasábamos tan vital información unos a otros. De tarde en tarde
también nos caían unas jornadas de reflexión en forma de Ejercicios
Espirituales.
De toda aquella eclesiástica
parafernalia, cuyas insensateces teníamos la obligación de creer a pie
juntillas, algunos conceptos, ideas y sensaciones siguen brincando en mi
cerebro a pesar del más de medio siglo transcurrido desde que abandoné dicho
centro.
Una de ellas era la historia que nos
contaban los curas salesianos sobre la vida de Santo Domingo Savio. Un modelo a
seguir. Este muchacho fue acogido por D. Juan Bosco, fundador de la Orden y que
es el único santo infantil no mártir pues murió con 14 años. Su lema era “antes
morir que pecar” y es el patrono de las mujeres embarazadas pues al parecer,
tenía una especie de escapulario que, al colgar del cuello de las señoras
encinta, les aliviaba de los dolores y molestias que conllevaba su estado. Pues
bien, era tal el estado de éxtasis, arrebato pasional, obnubilación y
concentración meditativa que, según los curas nos contaban, algunas veces después
de comulgar era posible verlo levitando a media altura sobre el suelo, ajeno a
todas las leyes de la física, especialmente la gravedad.
Esta historia a mí me encantaba y
muchas veces me propuse replicar el experimento. Estaría guay flotar en el aire
y sentir la ingravidez de los astronautas en el espacio pero, por más que me
concentraba al comulgar, jamás fui capaz de separar mis pies ni un miserable
centímetro del suelo. Por lo que se ve esta capacidad estaba reservada para
unos pocos privilegiados entre los cuales, evidentemente, no me encontraba.
Otra fuente de incongruencia y
frustración cognitiva que me quedó de esos infantiles tiempos era poder
entender aquello de la transubstanciación. Yo había dado por perdida la
reflexión y el entendimiento sobre la Santísima Trinidad. No eran tres dioses
sino uno solo, aunque con mis ojos siempre veía en las representaciones un viejo,
un joven y un palomo. Los curas ya se encargaban de quitarnos la idea de querer
entender aquello; por definición era un misterio incomprensible para los pobres
humanos, un dogma, así que o te lo crees o no eres de los nuestros. Pero
aquello de que un trozo de pan ácimo con apariencia, tacto, textura y sabor
parecido a un barquillo, se convirtiese nada menos que en Dios tras la
pronunciación de una especie de sortilegio mágico que emitía el sacerdote con
toda solemnidad, me parecía fabuloso.
Yo
podía haber entendido que aquello fuese un símbolo o imagen que representara a
Dios, como, por ejemplo, la zapatilla de mi madre que era todo un símbolo de
obediencia, respeto, educación y cumplimiento de la normativa disciplinaria
familiar, pero no, aquel trozo de pan se convertía en la mismísima divinidad
que llegaba allí mediante un complejo proceso llamado transubstanciación.
El
mismo término en sí ya venía envuelto en un aura de espiritualidad
transcendente. Fue definido como dogma en el concilio de Letrán en 1215 para
designar el espectacular cambio de la
substancia pan en el cuerpo de Cristo. Yo entonces creía entender que, en un
acto de antropofagia (en este caso, Teofagia) figurada a quien te comías era al
joven, a la segunda persona, pero como son tres en uno igual también deglutías
en el mismo acto al mayor y al palomo. Vaya usted a saber ¡era dogma de fe! un
concepto alejado, por tanto, de cualquier intento de conocimiento científico.
Una
vez producido aquel maravilloso acto, que se repetía y se sigue repitiendo
diariamente en miles de iglesias por todo el planeta , y que los trocitos de
pan se transubstancionase en millones de Dios, me fascinaba la concentración y
la pulcritud con que los sacerdotes limpiaban una y otra vez los restos de
hostias y de vino que hubiesen quedado en cálices y patenas sagradas que
tuvieron el privilegio de portar el cuerpo y la sangre de Cristo, la segunda
persona de Dios, o del trio, vaya usted a saber, otra vez. Pero aquella
abnegada devoción en la limpieza de los recipientes sacros, hasta que no
quedara ni un ápice de Dios en ellos, contrastaba con el destino final de
aquellas hostias que habían sido depositadas en la boca de los píos feligreses.
Me explico. Una vez que los alimentos pasan de la boca al tracto digestivo, se
van transformando en distintos jugos tales como el quilo, el quimo, etc. A lo
largo del trayecto se absorben los nutrientes y parte de lo ingerido sale al
exterior, como todos sabemos, en forma de heces fecales. Dichos restos están
formados por los residuos de toda clase de alimentación que el cuerpo haya
tomado por la boca y, sinceramente, si encontramos allí parte de lo
transubstancionado no me parece que los colectores pestilentes sea un lugar
adecuado para acumular allí restos de ninguna divinidad, aunque sea en forma
molecular o atómica. Esto contrasta con la pulcra y exhaustiva limpieza previa
de los utensilios sagrados que se hace a la vista de los fieles, mientras estos
han comenzado el tránsito digestivo de Dios.
Seguramente
ya habrá otro dogma, desconocido para mí, que regula la transformación de la
substancia justo hasta que comienza el proceso digestivo y vuelva ya a ser un
trozo de pan sujeto a las propias leyes de la biología de los seres vivos.
Porque si no existe, tenemos aquí un agudo problema escatológico, en ambos significados
de la palabra.
Pd. Escatología:
1. f. Conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba.
2. f. Uso de expresiones, imágenes y temas soeces relacionados con los excrementos.