Una de perros
La
señora llevaba la típica indumentaria de las migrantes madrileñas que tienen
sus cuarteles estivales y áreas de campeo en localidades costeras, en este caso
Sotogrande y alrededores. Una especie de camisón blanco inmaculado
semitransparente que dejaba ver al trasluz el biquini y una gran pamela de
textura vegetal que a mí se me asemejaba a un enorme sombrero mejicano. Junto a
ella un chavalín de 7 u 8 años de edad, presumiblemente hijo suyo.
Nosotros
veníamos del puerto deportivo. Me gusta pasear entre los barcos, especialmente
entre los más modestos, los que realmente navegan, y suelo pasar de los
llamativos y ostentosos yates que se pasan los días en el amarre y no son más
que chalets de lujo que flotan. En estos barcos modestos me divierte observar
las distintas formas de adujar la jarcia, trincar los cabos y resolver todos
los problemas que entraña la organización en estas pequeñas esloras. A veces me
dan ideas que adopto para implementarlas en mi veterano velerito.
A estos
paseos solemos llevar a nuestros perros que disfrutan tanto como nosotros de
estas salidas. Esta es la historia resumida de nuestros tres perrillos. Toffee estaba condenado a muerte de
cachorro. El hijo de un vecino llamó a mi puerta diciéndonos que su padre lo
iba a sacrificar y que por favor nos quedásemos con él. Micky estaba abandonado en el campo y, en una ocasión en que mi
yerno paró y abrió la puerta del coche, se coló dentro, se negó
rotundamente a bajarse y acabó también
en casa. Rumbo apareció, también de
cachorro, en la puerta un día de lluvia empapado hasta los huesos y arrastrando
penosamente las patitas traseras. Esta es nuestra jauría. Por supuesto en zonas
concurridas van atados de sus correas, más que nada para evitar posibles
molestias a los viandantes que no gustan de los perros, porque respecto a su
educación la tienen más desarrollada que muchos humanos de los que nos cruzamos
por la calle.
En
un determinado momento se produjo el encuentro. La señora pareció padecer un
ataque de pánico cuando por la misma acera iba a cruzarse con su preciado e
indefenso vástago aquella peligrosísima manada de lobos al mando de la cual iba
una pareja de humanos salvajes y desquiciados. El grito surgió de lo más
profundo de sus entrañas: - ¡Ignacio, los perros! Estos miraron hacia la señora
y su hijo, sorprendidos por semejante alarido, pero al ver que no había nada
que temer siguieron olisqueando la gran cantidad de información que obtenían de
los rastros del suelo haciendo caso omiso de la señora e hijito.
Ante
tamaña ridícula situación, no se me ocurrió más que seguir dramatizando por mi
cuenta y respondí con otro alarido más potente aun: - ¡Huye, chaval! ¡Huye
mientras puedas! Los perrillos alzaron la cabeza y me miraron mientras parecía
que pensaban: Mi amo ha perdido el juicio ¡una vez más! Pero como están ya
acostumbrados volvieron a su olisqueo habitual sin concedernos más atención.
Me
fui pensando en lo triste que puede llegar a ser la vida de estos chavales de
ciudad, obligados a vivir en esas burbujas de cristal, aislados de la
naturaleza y sin conocer el placer de conectar con los demás seres con los que
compartimos el planeta. Estoy seguro que, de ir el chaval solo, se habría
acercado a nosotros y acariciado a los perros, pero la sobreprotección de los
adultos actuales está consiguiendo formar a una generación ignorante e
incapacitada social y naturalmente. Pero ese es otro tema…