Es realmente indignante
y escalofriante que mientras 1500 millones de seres humanos pasan hambre, hay
1000 millones que tienen obesidad en un grado mayor o menor de morbilidad.
Dejando aparte la tremenda injusticia que suponen estas cifran, la obesidad se presenta
principalmente en el primer mundo, debido a una acumulación innecesaria de
alimentos en una sociedad del hartazgo y, sobre todo, a un problema de déficit
de educación y conducta inapropiada en lo referente al aporte energético y
materias que necesita nuestro cuerpo.
El tema de las comidas
es especialmente delicado para muchas familias y supone una fuente de estrés
familiar de primer orden. Hace poco, me comentaban como una mamá que solía llevar a su hijo queridísimo a algunas
reuniones familiares, léase cumpleaños, fiestas de navidad u otros
acontecimientos sociales, llevaba como elemento esencial del acto en sí, un recipiente
en el cual guardaba celosamente la comida que realmente le gustaba al retoño, en
previsión de que , por fatal designio del destino, las viandas preparadas al
efecto para el agasajo de las visitas no fuesen del agrado del interfecto y el
niño montará el pollo en medio de la
fiesta.
Aunque
parezca un poco extremo el comportamiento de esta mamá, yo mismo he podido
comprobar cómo ante la cara de disgusto y fastidio de un prepuber ante el plato
de comida que se servía en la mesa para todos los familiares y amigos en una comida
de tipo social, su progenitora abandonaba solícita y rápidamente la mesa y se
afanaba de nuevo en la cocina para preparar unos filetitos que “es lo que le
gusta a mi niño”. Ante el desconcierto del resto de los componentes de la mesa
la respuesta era: “es que ni niño es muy difícil para comer, no me come nada,
excepto lo que le gusta” y también “¡no lo voy a dejar morir de hambre!”.
Estos
razonamientos provienen de la falta de conciencia en algunas personas de que
educar implica enfrentarse, poner límites y decir “No” algunas veces ante las
demandas de sus hijos.
Conozco algunos padres
que optan por enviar a los niños a los comedores escolares con el único
objetivo de que allí lo acostumbren a comer de todo, porque ellos se consideran
incapaces de lograrlo. No se trata, como
es obvio, de que las comidas sean más suculentas, sino que en los centros
escolares los niños dejan de acaparar la atención familiar y se diluyen en la
comunidad infantil. También actúa el “efecto pollito” dado que tienen como
modelo a seguir a otros niños (como los pollos de una misma nidada) y pueden
ver como la mayoría de los compañeros atacan los platos sin el menor
retraimiento. Además comprenden que no
hay otra alternativa. Aquí no se atienden los caprichos ni gustos especiales.
La comida es la misma para todos.
Si este modelo escolar
funciona, la enseñanza para las familias no puede ser otra más que educar a los
hijos en la aceptación, elogiar cuando se hace un esfuerzo, recompensar las
conductas dirigidas en el camino correcto y plantear siempre, sin gritos ni
confrontaciones, que sólo hay una alternativa si no quieren quedarse con
hambre. Esta sería una forma de ir desarrollando en el niño una alta tolerancia
a la frustración, pero este concepto queda para otra aportación en el blog.