domingo, 10 de octubre de 2021

El desierto habitado

 

                                    El desierto habitado

Se aproximaban las fiestas de Navidad y no teníamos el cuerpo como para celebrar esa farsa de amor, amistad y convivencia. Siempre me ha parecido una parodia basada en el nacimiento de un hombre-dios que, al final, no es más que la apropiación de festejos paganos, esencialmente romanos; la iglesia católica es maestra en eso de quedarse con lo que no le pertenece de ningún modo.

            Generalmente me suelo quitar de en medio y viajo a los sitios más escondidos y recónditos por dos razones principales: para evitar reuniones y compromisos no deseados y para visitar los lugares más apartados sin tener que soportar la presencia de esos elementos discordantes de Naturaleza y de las ciudades que se suelen llamar turistas. En esta época se hacen sedentarios y las masas se quedan en casa o van a las casas de los abuelos a celebrar un no sé qué de sentimientos amorosos familiares que se suelen olvidar a los pocos días de terminar los festejos.

            En esta ocasión decidimos recorrer el Atlas y el desierto marroquí. Concretamente subir al D´Jebel Toubkal y dirigirnos posteriormente al sur del país y pasar unos días en el Sahara entre Zagora y Merzouga.

            Una vez pasada la frontera de Ceuta, decidimos ir hacia la costa atlántica, pero antes mi compañero de viaje recordó que en un recóndito rincón de la sierra había escondido una pequeña piedra de hachís, restos de un viaje anterior. Mejor que si lo hubiese registrado como un “waypoint” lo encontró tras una pequeña búsqueda y continuamos el viaje. Al poco decidió fumarse un cigarrito de esos y tan tranquilos íbamos cuando en un cruce de carreteras nos dio el alto una pareja de gendarmes marroquíes. Como era él el que conducía, uno de los policías se dirigió hacia la ventana del conductor y éste, de forma rápida y a escondidas, me pasó por debajo el dichoso porro. Yo no fumo ni siquiera tabaco así que, con los nervios, no sabía ni como coger ni esconder el cuerpo del delito. Para colmo, el otro gendarme se dirigió hacia mi ventana, lo que incremento mi natural estado de nerviosismo. Era un control rutinario y tras unas breves preguntas y un desganado vistazo al interior se retiraron y nos permitieron continuar el viaje. Tras arrancar de nuevo la furgoneta, mi compañero me preguntó cómo había ocultado el “petardo” y como había hecho para que ninguno de los dos gendarmes hubiese advertido nada sospechoso dentro de la furgo. Como respuesta le enseñe las dos quemaduras que me había hecho en los dedos pulgar e índice de la mano derecha, heridas que me darían molestias para el resto del viaje. Todavía no entiendo como no detectaron el intenso olor del interior. O quizá sí, pero ya estarían acostumbrados y pasaron del tema.

            Sin más incidentes destacables y casi sin detenernos más que para lo indispensable seguimos viaje hasta el Alto Atlas. Tras cruzar sin parar en Marraquech, emprendimos la subida hasta el puerto de montaña que nos llevó hasta la base del Toubkal. Los paisajes de la alta montaña marroquí son auténticamente deslumbrantes. Dedicamos el siguiente día a subir todo lo posible por la poderosa montaña, aunque sabíamos que no podíamos tocar cumbre debido a la escasez de equipo y la cantidad de nieve y hielo en sus laderas. Llegamos hasta un refugio donde ya nos avisaron de las condiciones extremas de las alturas y después de deambular por los alrededores y tomar algún refrigerio iniciamos el descenso y llegamos a punto de cenar y dormir en la furgoneta, nuestro hotel en todo el viaje.

            Al día siguiente, después de recorrer algunos de los valles cercanos, paramos a descansar y se nos acercó un paisano del lugar ofreciéndonos comida tradicional autóctona en su vivienda. Dispuestos a experimentar y conocer la forma de vida de los habitantes de tan apartadas tierras, aceptamos encantados, tras fijar de antemano el precio, cosa que en Marruecos es de obligado cumplimiento si no quieres tener postreras sorpresas.

¿Queda muy lejos tu casa? – preguntamos usando el lenguaje particular de signos y expresiones corporales que se utilizan en estos casos, aunque conocíamos de sobra la respuesta: - No, está bastante cerca.  El concepto de “cerca” en el ambiente rural tiene un significado distinto al que se suele usar con otras formas de conocimiento. No busquemos paridad en el significado porque no lo hay. El pueblo, cercano según él, estaba al otro lado de un profundo valle por el que circulaba un riachuelo de aguas cristalinas que saltaba y brincaba entre las rocas del fondo. Integrado totalmente en el paisaje no dejaba de ser una humilde aldea cuyas casas de adobe tenían el mismo color pardo rojizo de las tierras que la rodeaban. Para llegar a ella había solo dos maneras tradicionales de acceder: o andando o en mula. Como no teníamos mula alguna no nos quedó otra opción que bajar al valle e iniciar la escalada por un sendero estrecho y zigzagueante que desembocaba en el pueblo. En toda la subida nos repitió varias veces el menú : - Couscous avec poulet; couscous avec poulet.

Una vez llegados a la aldea y tras un breve descanso para recuperar el resuello, nos llevó a su humilde casa y ocupamos un pequeño recinto donde una mesita y algunos cojines en el suelo hacían las veces de improvisado comedor. Nos puso una jarra con agua, algunos panecillos y esperamos un rato para las viandas. Supongo que ya las tenían preparadas de antemano porque al poco tiempo llegó con una enorme fuente de cuscús, asomando por doquier vegetales tales como zanahorias, coles, garbanzos, etc., y en lo alto del culmen, como dos montañeros que acabaran de alcanzar la cumbre de una difícil montaña, asomaban dos estrechas, exiguas y esqueléticas partes de una pechuga de pollo. No nos había mentido. Era un couscous avec poulet. Tan solo habíamos confundido las cantidades.

Tras algunas travesías menores por la base y los valles de la imponente mole del Toubkal nos dirigimos hacia el sur, destino a las dunas de Zagora, situada en el valle del río Draa. Allí visitamos la ciudad  y nos hicimos la correspondiente foto junto al cartel que anunciaba a las antiguas caravanas la distancia de su destino en función del tiempo: “Tombouctou 52 jours”.

Decidimos hacer la ruta hacia Merzouga evitando en lo posible las carreteras e hicimos la mayoría del trayecto por carriles y caminos casi intransitados salvo por algunos pocos locales con sus dromedarios que, al pasar, nos miraban con extrañeza y, a la vez, nos trataban con la amabilidad propia de la gente del desierto. Cerca de Merzouga (cerca, también en el desierto, es una forma de hablar relativa) decidimos circular por una zona de hamada llana que nos pareció segura; a lo lejos se podía adivinar entre la bruma el erg y las siluetas de las dunas adonde nos dirigíamos.

Todo se desarrollaba a la perfección, el motor de la furgo Mercedes rugía con regularidad matemática, no se divisaba vida alguna hasta donde alcanzaba la vista y hacía un día maravilloso. De súbito, el morro de la furgo se hundió en el suelo y las ruedas comenzaron a patinar hundiéndose cada vez más en la arena. ¿Cómo era eso posible si la hamada es el desierto de piedra con el piso firme como el asfalto de una carretera? Nos bajamos y al instante comprendimos que el aparente firme no era más que unos pocos centímetros de arena que al meteorizarse por efecto del frío y del calor, el viento y la escasa lluvia que a veces cae en el desierto, se había compactado formando un simulacro de roca dura que, al paso de la furgo, se había quebrado dejándonos con las dos ruedas delanteras, las tractoras, hundidas en la arena. Llevábamos una pequeña pala plegable con la que intentamos hacer un surco en la arena y retroceder hasta la zona donde el piso parecía más firme, pero según íbamos cavando y retrocediendo, las ruedas se hundían cada vez más. Sudando a chorros y casi deshidratados, al punto de caer en la desesperación, nos pareció oír a lo lejos un susurro leve que aparecía y desaparecía según el viento, como un pequeño motor. Pensamos enseguida que no era más que una especie de espejismo sonoro producto de nuestra imaginación febril intentando buscar soluciones al problema al que nos enfrentábamos. Ya estábamos intentando el difícil e inseguro sistema de enterrar profundamente la rueda de repuesto y con el cabo de remolque enganchado y girando en una de las ruedas tractoras ir sacando centímetro a centímetro el vehículo de aquella especie de arenas movedizas donde nos habíamos metido, cuando el sonido del pequeño motorcillo se hizo mucho más claro y audible. A lo lejos pudimos divisar una discreta nube de polvo que se dirigía y acercaba poco a poco a nosotros. Comprobamos al punto que se trataba de una pequeña moto en la que un paisano portaba a ambos lados de los costados de la misma una pala de grandes dimensiones y una recia tabla de madera afianzadas por sendas cuerdas. ¿Cómo era posible que nos hubiese localizado en aquellas inmensidades que nosotros presumíamos totalmente vacías de personas? Comunicándonos en esa especie de torre de Babel que se utiliza en el desierto, mezcla de francés, español, inglés, y expresiones de cortesía árabes y tamazight, nos confesó que no éramos, ni mucho menos, los primeros en verse en esa situación y que ya había ayudado a otros, a los que divisaba desde su pequeña aldea situada a media montaña, junto a una mina. Definitivamente el desierto sí que está habitado.

Cavando con la pala grande y colocando la tablazón de madera bajo una de las ruedas, en unos veinte minutos estaba la furgoneta en terreno seguro y nuestro ánimo había subido ya un montón de grados. Agradeciéndole de todo corazón su inapreciable ayuda le preguntamos cuanto le debíamos por el servicio y nos contestó que nada, aunque añadió de seguido que en un bolso llevaba una pequeña cantidad de fósiles del desierto y que, si queríamos, le podíamos comprar algunos. Magnífica estrategia comercial la suya porque, además de adquirir sin regatear algunos de los ejemplares que llevaba, le dejamos una generosa propina y nuestra admiración y reconocimiento más profundo por su ayuda.

En el resto de la ruta hacia el erg Chebbi y Merzouga nos cuidamos ya muy mucho de no abandonar los carriles y sin más inconvenientes llegamos a la zona donde pasamos unos días andando por las dunas, durmiendo en el desierto y visitando la famosa laguna temporal, unas veces árida y seca y otras llenas de vida con anfibios y aves acuáticas por doquier.

Se nos acababa el tiempo y teníamos que volver con relativa rapidez, pero decidimos parar en Marraquech, Yo ya conocía la ciudad de otros viajes, pero mi compañero tenía interés en echar un breve vistazo. Llegamos de día y pudimos ver el centro, la bulliciosa Medina, la Koutubia, torre gemela de la Giralda y la magnífica plaza de la Djema el Fna, llena de contadores de historias, vendedores ambulantes, encantadores de serpientes, aguadores, macacos amaestrados, músicos, etc. Por la noche, la plaza se transforma y se convierte en un inmenso muestrario de comidas tradicionales en un sinfín de pequeños puestecillos apelmazados donde los pregoneros, a voz en grito, proclaman las excelencias de sus brochetas, caracoles, hariras, frutas, pastelas y otras innumerables viandas.

Cansados como estábamos volvimos a la furgoneta y salimos del centro de la ciudad y buscamos un lugar tranquilo y silencioso para dormir junto a las antiguas murallas, ya que al día siguiente nos esperaba un largo viaje hacia Tánger para coger el ferry de vuelta a la península.

Ya estábamos a punto de acostarnos cuando vimos las luces de un coche sin ningún tipo de identificación oficial que se detuvo junto a nosotros y bajaron de él dos personas vestidas de calle, a la europea, que se dirigieron hacia nosotros y casi inmediatamente llegó un coche de la gendarmería marroquí de la que bajaron también otras dos personas, pero esta vez uniformadas. Uno de los primeros, con toda seguridad policía secreta, se dirigió a nosotros en francés, nos preguntó que hacíamos allí, se lo explicamos como pudimos y nos requirió los pasaportes. Se los dimos y se fue hacia el coche patrulla y lo oímos hablar con los otros tres en árabe, con lo cual no nos enterábamos absolutamente de nada. Tardaron en volver unos quince minutos que a mí me parecieron eternos y yo ya me veía pasando la noche en un calabozo de la policía marroquí sin entender muy bien que norma o ley, al parecer, habíamos infringido. Muy al contrario, nos devolvieron los pasaportes y de forma muy amable nos dijeron que nos teníamos que marchar de allí, que no podíamos pernoctar en aquel lugar. Ante nuestra cara de extrañeza, porque nos había parecido que allí no molestábamos a nadie ni estaba prohibido aparcar, nos dijo en un francés que entendimos a la perfección: - Pour votre propre sécurité.

Al parecer nos habíamos metido sin querer y como auténticos pringadillos en la mismísima boca del lobo, en una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Nunca agradeceré lo suficiente a esos policías el susto que nos dieron aquella noche. Salimos de allí, nos metimos en un aparcamiento oficial dentro de la ciudad y dormimos como lirones.

 

 

 

 

           

Compártelo