sábado, 30 de octubre de 2021

 Unos enormes ojos verdes

UNOS ENORMES OJOS VERDES

Las predicciones meteorológicas en el área de Estrecho de Gibraltar no son de excesiva fiabilidad. Hoy en día, gracias a la modelización matemática, los satélites y demás, pueden ser algo precisas para un par de días, pero las especiales características geológicas y marítimas del entorno hacen muy difícil prever la meteorología local. Hace unos años, era mucho más arriesgado salir al campo; era como jugar a la ruleta rusa. Te podía caer una auténtica tromba de agua sin aviso y sin escapatoria posible.

Cuando aún era posible la acampada en nuestros montes y las masas de los mal llamados senderistas no habían colonizado los campos, llenándolos de gente con modelos Decathlon y bastones de última generación, auténticas hordas precedidas de gritos y, en muchos casos, marcando su trazado con múltiples desechos, casi todo el tiempo que teníamos libre lo dedicábamos a pasarlo disfrutando del aire libre, pequeños grupos de amigos que teníamos en común la pasión y el amor por la Naturaleza.

En una de estas salidas al monte, nos encontrábamos acampados en la Sierra de la Plata, en Bolonia, término municipal de Tarifa. Allí nos disponíamos a pasar todo el fin de semana. Llegamos por la tarde y mientras algunos se dedicaban a montar las dos tiendas de campaña (¡que bonitas aquellas canadienses clásicas!) y otros aspectos de la intendencia, otros bajamos al valle a prospectar la fauna que podíamos encontrar.  Con nuestros prismáticos y rudimentarias cámaras fotográficas intentábamos emular, por supuesto sin demasiado éxito, a aquellos grandes documentalistas de la época como nuestro querido y añorado Félix Rodríguez de la Fuente. A nuestra espalda quedaba la magnífica colonia de buitres mientras que algunos ejemplares nos sobrevolaban con su peculiar majestuosidad.

Con tanto entusiasmo, mientras enfocaba con mis prismáticos no recuerdo que interesante especie de ave, un mal paso en la roca donde estaba encaramado me hizo resbalar y caí de bruces en medio de un zarzal que crecía en la base de dicha roca. Se conoce que el vegetal estaba en su clímax vital puesto que presentaba en todo su apogeo todas las púas y espinas que caracterizan a estos especímenes, o al menos eso me pareció a mí. Como si estuviese enredado en una alambrada de espino o concertina de las suelen colocar en las zonas de fronteras, me era imposible librarme de aquel doloroso enredo y cada vez que me movía me encontraba más y más atrapado en aquella lacerante y diabólica tela de araña espinosa. Con la inestimable ayuda de mis compañeros, finalmente y con una paciencia infinita fui saliendo de aquella trampa de la Naturaleza. Mi aspecto final, estilo “ecce homo”, lleno de arañazos, pequeñas heridas sangrantes y parte de la ropa hecha jirones no era muy presentable, pero en aquellos juveniles años, nada nos podía detener y continuamos con nuestra pequeña expedición en busca de la observación de interesantes especies.

La tarde comenzó a oscurecerse cuando unos negros nubarrones aparecieron desde el Estrecho y comenzaron a extenderse por el valle y la sierra. Casi sin aviso previo, de repente, alguien abrió el grifo de las nubes y comenzó a caer una especie de diluvio que impedía la visión de lejos. La noche se nos echó encima y con la oscuridad perdimos los puntos de referencia y la orientación. La tierra, hasta ahora firme y seca, se fue convirtiendo en una especie de barro pegajoso que se iba acumulando en nuestras botas haciendo cada vez más difícil desplazarnos por aquel fanguizal. Por si fuese poco no teníamos ni idea de adonde debíamos dirigirnos para llegar a nuestro precario campamento. Uno de los compañeros se percató de un repentino reflejo de luz que pudo percibir levemente a través de la lluvia e interpretó que podía ser la luz de la linterna de uno de los que se habían quedado en las tiendas. Tras un debate interno decidimos no seguir aquella dirección, puesto que alguien que aún conservaba algo del sentido de la orientación se dio cuenta de que aquella luz venía justo de la dirección contraria de donde pensaba que estarían los demás. En los días posteriores, en casa y consultando los mapas, llegamos a sospechar que la luz podía venir del faro de Tánger, al otro lado del Estrecho. Menos mal que hicimos caso al compañero.

El más jovencito e inexperto del grupo decidió que ya estaba harto de agua de lluvia y decidió cobijarse bajo un árbol, a pesar de nuestras incesantes advertencias en contra. El resto del grupo siguió su camino en busca del campamento cuando, muy poco después, el novato nos adelantó corriendo como alma que lleva el diablo, a pesar de los terrones de barro que llevaba en cada una de las botas y gritando como un poseso.

-          ¡Unos ojos verdes muy grandes y separados! ¡Debajo del árbol! repetía una y otra vez mientras corría presa del pánico.

Cuando conseguimos tranquilizarlo, la curiosidad nos pudo más que la prudencia y como ya nos era imposible seguir acumulando más agua en nuestra ropa, volvimos a pesar de la lluvia para averiguar quién era el poseedor de aquellos enormes ojos. Cuando estábamos a unos pocos metros de la base de aquel árbol, un lánguido mugido nos dio pistas inequívocas para nuestra investigación. Una pacífica vaca retinta rumiaba tranquilamente mientras se cobijaba de la lluvia bajo el árbol. Había tenido la misma idea que nuestro compañero, solo que ella había llegado mucho antes.

Unas voces lejanas nos dieron la clave para volver al campamento. Eran nuestros amigos que se habían quedado montando las tiendas y que, ya preocupados, se desgañitaban llamándonos a gritos. Finalmente, agotados y rezumando agua por todos los costados posibles llegamos y nos pudimos poner a resguardo bajo un toldo. Por supuesto, nadie del grupo llevaba ropa de repuesto, por lo que nos tuvimos que acostar desnudos en los sacos de dormir y, aunque pusimos la ropa a tender bajo el toldo, por la mañana seguía tan húmeda como por la noche. Aquella mañana, calentitos y confortables, el tránsito desde la salida de los sacos de dormir hasta colocarse la húmeda y fría ropa, supuso un increíble ejercicio de voluntad y sacrificio y los gritos de insatisfacción aún deben de estar resonando como ecos lejanos en aquellos agrestes y maravillosos cortados de la sierra.

 

                                                                                   Dedicado a George, él sabe por qué.

 

 

 

 

Compártelo