jueves, 24 de agosto de 2017

PERSONAJES DE MI ENTORNO III

Una de perros

La señora llevaba la típica indumentaria de las migrantes madrileñas que tienen sus cuarteles estivales y áreas de campeo en localidades costeras, en este caso Sotogrande y alrededores. Una especie de camisón blanco inmaculado semitransparente que dejaba ver al trasluz el biquini y una gran pamela de textura vegetal que a mí se me asemejaba a un enorme sombrero mejicano. Junto a ella un chavalín de 7 u 8 años de edad, presumiblemente hijo suyo.
Nosotros veníamos del puerto deportivo. Me gusta pasear entre los barcos, especialmente entre los más modestos, los que realmente navegan, y suelo pasar de los llamativos y ostentosos yates que se pasan los días en el amarre y no son más que chalets de lujo que flotan. En estos barcos modestos me divierte observar las distintas formas de adujar la jarcia, trincar los cabos y resolver todos los problemas que entraña la organización en estas pequeñas esloras. A veces me dan ideas que adopto para implementarlas en mi veterano velerito.
A estos paseos solemos llevar a nuestros perros que disfrutan tanto como nosotros de estas salidas. Esta es la historia resumida de nuestros tres perrillos. Toffee estaba condenado a muerte de cachorro. El hijo de un vecino llamó a mi puerta diciéndonos que su padre lo iba a sacrificar y que por favor nos quedásemos con él. Micky estaba abandonado en el campo y, en una ocasión en que mi yerno paró y abrió la puerta del coche, se coló dentro, se negó rotundamente  a bajarse y acabó también en casa. Rumbo apareció, también de cachorro, en la puerta un día de lluvia empapado hasta los huesos y arrastrando penosamente las patitas traseras. Esta es nuestra jauría. Por supuesto en zonas concurridas van atados de sus correas, más que nada para evitar posibles molestias a los viandantes que no gustan de los perros, porque respecto a su educación la tienen más desarrollada que muchos humanos de los que nos cruzamos por la calle.
En un determinado momento se produjo el encuentro. La señora pareció padecer un ataque de pánico cuando por la misma acera iba a cruzarse con su preciado e indefenso vástago aquella peligrosísima manada de lobos al mando de la cual iba una pareja de humanos salvajes y desquiciados. El grito surgió de lo más profundo de sus entrañas: - ¡Ignacio, los perros! Estos miraron hacia la señora y su hijo, sorprendidos por semejante alarido, pero al ver que no había nada que temer siguieron olisqueando la gran cantidad de información que obtenían de los rastros del suelo haciendo caso omiso de la señora e hijito.
Ante tamaña ridícula situación, no se me ocurrió más que seguir dramatizando por mi cuenta y respondí con otro alarido más potente aun: - ¡Huye, chaval! ¡Huye mientras puedas! Los perrillos alzaron la cabeza y me miraron mientras parecía que pensaban: Mi amo ha perdido el juicio ¡una vez más! Pero como están ya acostumbrados volvieron a su olisqueo habitual sin concedernos más atención.
Me fui pensando en lo triste que puede llegar a ser la vida de estos chavales de ciudad, obligados a vivir en esas burbujas de cristal, aislados de la naturaleza y sin conocer el placer de conectar con los demás seres con los que compartimos el planeta. Estoy seguro que, de ir el chaval solo, se habría acercado a nosotros y acariciado a los perros, pero la sobreprotección de los adultos actuales está consiguiendo formar a una generación ignorante e incapacitada social y naturalmente. Pero ese es otro tema…



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