viernes, 10 de diciembre de 2010

CONOCIENDO EL TRASTORNO DESAFIANTE OPOSICIONAL (TDO). Tercera parte



Comorbilidad


   Los desórdenes de la conducta son fenómenos que distan bastante de presentarse aislados. Por ello, es difícil encontrar casos de niños y adolescentes con un diagnóstico puro, siendo lo más usual que la sintomatología forme parte de un cuadro más complejo.

   Por lo general, la comorbilidad forma parte de la conceptualización de los síntomas y se acepta como la presentación conjunta de los criterios diagnósticos para dos o más desórdenes durante el mismo período de tiempo (Lahey, Miller, Gordon y Riley, 1999)

  En efecto, tomando como base muestras clínicas, se han encontrado altas tasas de comorbilidad entre el Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), el Trastorno Desafiante Oposicional (TDO) y el Trastorno de Conducta (TC) (Biederman, Newcorn y Sprich, 1991). Así, los sujetos con una historia infantil de TDO y TDAH comórbidos, tienen un riesgo significativo de padecer trastorno bipolar, múltiples trastornos de ansiedad y abuso de sustancias. Los adultos con una historia infantil de TDO tienen altas tasas de comorbilidad psiquiátrica y funcionamiento psicosocial desequilibrado (Harpold, Biederman, Gignac, Hammerness, Surman, Potter y Mick, 2007). Se sugiere que la hiperactividad implica una pauta específica de interacción entre el niño hiperactivo y sus padres, basada en la externalización y proyección sobre los padres de la función psicológica de atención del niño: cuanto más carece el niño de atención, anticipación y control, más deben los padres estar atentos, previsores y ejercer el control de la conducta del niño. La hiperactividad puede ser una estrategia dirigida al control de los padres y a prevenir la ansiedad de separación. Debido al componente de control, la relación padre-hijo se coloca en riesgo de volverse un círculo vicioso sadomasoquista, impulsivo, de conducta destructiva reforzada, y en una espiral de control-castigo (Petot, 2004).

   Otros estudios basados en la población general también nos proporcionan información sobre altas tasas de comorbilidad entre los desórdenes de conducta (Anderson, Williams, McGee y Silva, 1987). Algún estudio epidemiológico como el de McConaghy y Achenbach (1994) muestra que el TC y el TDO son comórbidos frecuentemente con el TDAH, los trastornos de ansiedad y los desórdenes afectivos, particularmente en la infancia y la preadolescencia. Los datos reflejan que la ocurrencia conjunta de estos desórdenes se produce con tasas más altas que la simple casualidad, es decir, que tienen significación estadística. Ello implica que podemos incurrir en errores de investigación tales como considerar factor de riesgo de un trastorno a otro que sólo incide en el comórbido. Para evitar estos errores se necesitarían estudios donde se separasen las muestras de casos comórbidos de aquellas en que los desórdenes se presentasen de forma aislada. Esto representa un campo de estudio que empieza a aparecer escasa y tímidamente debido, en parte, a los problemas metodológicos que implica y a las muestras tan numerosas y cuidadosamente diagnosticadas que se necesitan.

   Por otra parte, destaca en la investigación la relación comórbida entre los problemas de conducta con la depresión (Fergusson, Linskey, y Hordwood, 1996) Además, factores de riesgo ambientales que son comunes, tales como las relaciones problemáticas padres-hijos, los conflictos familiares y la delincuencia paternal explican una gran parte de la varianza compartida entre los dos tipos de desórdenes. Los chicos que presentan este complejo comórbido parecen diferenciarse de aquellos que tienen conductas antisociales aisladas o sólo síntomas depresivos (Capaldi, 1992; Zoccolillo, 1992). Las altas tasas de comorbilidad entre ambos desequilibrios han tenido varios intentos de explicación. Uno de ellos es la concurrencia de síntomas en los dos grupos de trastornos, por ejemplo la irritabilidad. Capaldi (1992) apunta que la conducta disocial puede llegar a constituir un factor de riesgo para los procesos depresivos, aunque hay quien opina que puede ocurrir justo lo contrario (Kovacs, Pauluskas, Gatsonis y Richards, 1988). Así, Puig-Antich (1982) informó sobre la atenuación de síntomas antisociales en un grupo de niños preadolescentes después de un tratamiento de depresión mayor. Otra posible explicación consiste en la concurrencia de factores de riesgo para ambos grupos de trastornos. Así, por ejemplo, la depresión materna, patrones de disciplina incoherentes, hostilidad parental, etc., pueden constituir factores de vulnerabilidad comunes para los niños (Caron y Rutter, 1991). Por último, hay autores como O´Connor, McGuire, Reiss, Hetherington y Plomin (1998) que propugnan la existencia de influencias genéticas en la tendencia a desarrollar no sólo un trastorno aislado, sino otro comórbido, es decir, que los síntomas depresivos y la conducta disocial podrían concurrir como una desventaja genética que hace aumentar la vulnerabilidad a estos desajustes.

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