miércoles, 6 de abril de 2011

CONOCIENDO EL TRASTORNO DESAFIANTE OPOSICIONAL (TDO). Sexta parte

LOS MODELOS DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL I

Algunos autores han intentado explicar los comportamientos antisociales de los niños, adolescentes y jóvenes desde las perspectivas de diferentes modelos. Algunos de ellos son:

Modelo del procesamiento de la información social de Dodge


            Este modelo parte de dos conceptos muy relacionados: el de los patrones de procesamiento de la información social y el de estructuras de conocimiento. El primer concepto supone que las respuestas de conducta a las distintas situaciones sociales sigue un proceso secuencial de cinco etapas:


a)      Codificación estimular: los niños antisociales parecen tener dificultades a la hora de atender a la mayor cantidad de señales y hacerlo de manera no sesgada; este sesgo se dirige predominantemente hacia señales hostiles (Gouze, 1987). Los problemas de codificación surgen más a menudo en los niños y jóvenes severamente agresivos. Estos sujetos pueden tener bajos CIs pero esto no parece ser determinante a la hora de procesar la información.

b)       Interpretación y representación mental: los niños antisociales no parecen comprender de forma correcta las emociones de los demás (Marcus, 1980) y sus razonamientos (Rubin y Maioni, 1975). No etiquetan de forma racional las emociones y perspectivas (afectiva y social) de los demás. Las dificultades de interpretación aparecen con mayor frecuencia en los jóvenes más agresivos o con más trastornos comórbidos. En efecto, un déficit en inteligencia emocional dificulta la habilidad de manejar las acciones interpersonales de forma efectiva y entorpece la interpretación y el manejo de las emociones, lo cual puede conducir a dificultades de conducta, tales como las que se presentan en niños y adolescentes diagnosticados con TDO (Huebner (2005).

c)      Evaluación de la respuesta y selección y clarificación de metas: los niños y adolescentes asociales suelen emitir respuestas sin la necesaria evaluación de sus posibles consecuencias (Slaby y Guerra, 1988), existiendo un componente importante de impulsividad y una valoración positiva de las conductas agresivas. Objetivos de venganza y dominación correlacionan con conductas delictivas, antisociales y abuso de drogas. Estas metas son de gran valor para los chicos de alto nivel de conducta violenta.

d)     Acceso a la respuesta: la respuesta que emite el niño desadaptado está limitada por el acceso a dicha respuesta. En este sentido se ha encontrado una correlación negativa entre la tasa de conducta agresiva y la cantidad de respuestas disponibles en el repertorio de estos niños (Shure y Spivak, 1980). Además, las respuestas disponibles son atípicas, estadísticamente hablando, dentro del grupo normativo de compañeros, careciendo de respuestas asertivas, prosociales y con pocas habilidades para mejorar las relaciones, siendo poco flexibles a la hora de emitir nuevas respuestas. Al igual que en los pasos precedentes los problemas de acceso a la respuesta correlacionan claramente con la agresividad más severa y con problemas comórbidos, como el TDAH, siendo lo anterior más probable en chicos que en chicas.

e)      Emisión de la respuesta: estos niños son poco habilidosos a la hora de emitir conductas de acercamiento al grupo y perciben poca autoeficacia para solucionar conflictos de forma no agresiva . A diferencia del resto de los pasos no hay datos suficientes para poder relacionar el déficit en la decisión y emisión de la respuesta y las conductas antisociales y violentas.

El segundo concepto se refiere a las estructuras de conocimiento y ha sido definido como “conjunto organizado de conocimientos almacenados en la memoria, derivados de experiencias pasadas del individuo que repercute en el procesamiento de la información en situaciones específicas, determinando así la emisión de un tipo determinado de conducta” (Fernández y Olmedo, 1999).  Este tipo de estructuras o esquemas mentales son el producto final del aprendizaje y de la experiencia social y, en general, una vez formados, son muy difíciles de eliminar o cambiar.

Modelo de la interacción coercitiva de Patterson.


De lo muy leve a lo muy grave: “efecto mariposa”


            En la base de este modelo figura el análisis de la interacción familiar que muestra cómo las conductas triviales tales como desobediencias, quejas, burlas, gritos, etc., que entrarían en el desorden perturbador más leve, como es el TDO, constituyen una base de aprendizaje para las conductas más peligrosas y agresivas del TC.


            Este aprendizaje se establece a partir de los reforzadores que, de forma no consciente, mantienen y aumentan la conducta desadaptada. En las familias donde se establece una relación alterada, las tres fases del reforzamiento se pueden producir decenas de veces cada día. Un ejemplo de esta interrelación la podemos comprobar ante un comercio donde una madre o un padre niega el capricho de un juguete al niño (fase 1: ataque o demanda a la madre); el niño reacciona con una rabieta, golpes, gritos y lloros (fase 2: contraataque o conducta coercitiva del niño) y la madre o el padre que accede a las peticiones del niño (fase 3: doble refuerzo. Refuerzo positivo para el niño, que aprende que esa conducta produce resultados beneficiosos para él y refuerzo negativo para la madre o el padre que elimina el estímulo aversivo que supone la coerción del niño).

            Estos patrones de conducta representan 1/5 de las conductas de los niños con problema y alrededor de 1/3 de las mismas fueron reacciones a intrusiones percibidas como aversivas de miembros de la familia contra el niño (críticas, peticiones, imposiciones, etc.) (Patterson, 1982). Estos contraataques consiguen su propósito en un 80%, con la consiguiente retirada de la demanda inicialmente requerida al niño.

            Progresivamente estos niños aprenden desde la base de la desobediencia a ser más agresivos. Esto se va convirtiendo en una especie de espiral interminable donde el rechazo progresivo que el niño provoca en padres y compañeros va generando interacciones negativas, cada vez más agresivas y antisociales. Además, ello va acompañado de un mal autoconcepto y una baja autoestima.


La teoría del proceso coercitivo familiar (Patterson, 1976, 1982) ha sido el modelo prevaleciente que enlazaba los estilos educativos de los padres con la agresividad en los niños. Aunque las diferencias individuales de los niños influyen, la interacción familiar está considerada como la causa primaria de la conducta agresiva en los menores. La teoría de la coerción destaca la relación entre las conductas de los padres y la de los niños, considerando al niño como "víctima y arquitecto" de las pautas de interacción desajustadas, que se incrementan progresivamente como resultado de los procesos coercitivos familiares (Patterson, 1976). El refuerzo negativo es un importante factor que contribuye a tales procesos, con niños y padres actuando en formas que terminan con la implementación de conductas desagradables en ambos. Así, las rabietas de los niños tienen más probabilidad de que se incrementen cuando los padres intentan pararlas con amenazas. De esa manera, el niño ha sido reforzado positivamente por la amenaza y el padre ha sido reforzado negativamente al cesar el estímulo aversivo que supone la rabieta. Esta clase de interacción recíproca termina siendo una "trampa coercitiva" que se considera como una pauta de interacción desajustada, que puede determinar la aparición de los problemas de conducta.

Para explicar cómo estas pautas se incrementan en algunas familias y no en otras, Patterson (1982) sugiere que en familias con un niño problemático, los padres inician y continúan episodios aversivos y el niño es reforzado negativamente con más frecuencia. Los mecanismos que influyen en el hecho de la utilización de estas pautas de interacción coercitiva en unas familias y no en otras, no están muy claros.

Una de las ventajas más destacadas de este modelo es que permite un entrenamiento de los padres, sobre todo en las primeras fases, llevando a cabo una intervención temprana que puede dar buenos resultados.

Modelo del psicópata incipiente

            Este modelo se basa en la comorbilidad de los problemas de conducta y la hiperactividad. Está centrado en la necesidad de predecir la progresión de los problemas de conducta en los niños que, en función de los síntomas y en un momento determinado, la presentan. Su autor, Lynam (1996), parte de la idea de que los niños con problemas de conducta en la actualidad serán los adultos problemáticos del mañana.

            Existen dos reglas básicas: la primera es que, en muy contadas ocasiones, si es que llega a ocurrir alguna vez, la conducta antisocial aparece en la etapa adulta de la persona; la segunda regla nos dice que menos del 50% de los niños con síntomas severos de trastornos de conducta se convierten en adultos antisociales.

            Uno de nuestros  objetivos precisamente es la identificación temprana de esa minoría de niños que, en la madurez, persistirían en sus conductas desadaptadas socialmente. La dificultad para ello estriba en que las conductas asociales tienen una gran prevalencia en las etapas infantiles y adolescentes y predicen de forma muy pobre su evolución en las edades adultas. Ante esto se propone que los niños que reúnen síntomas antisociales y de hiperactividad conjuntamente, tienen el riesgo de desarrollar síntomas más graves posteriormente. Además el riesgo de presentar una psicopatía es elevado. Esta concurrencia de hiperactividad y problemas sociales producen un nuevo subtipo de TC que se describe como psicopatía incipiente (fledgling psychopathy) (Lynam, 1996).

            Parte de los problemas que encuentramos en la investigación estriba en el solapamiento de los problemas de conducta (TDO y TC) con el TDAH que se presenta entre el 30 y el 50% de los casos. Por ello, insistimos en que estos niños, de hecho, manifiestan tasas altas de conducta antisocial en la adolescencia y diagnósticos más probables de Trastorno de Personalidad Antisocial (TPA) en la edad adulta.

            De hecho, hay similitudes entre los niños que muestran comorbilidad de hiperactividad y problemas de conducta con los psicópatas adultos, con parecidos déficit de tipos psicofisiológico y de ejecución. En efecto, los psicópatas presentan problemas en la evitación pasiva y un menor nivel de ansiedad, lo que implica trastornos en el aprendizaje de comportamientos que producen miedo, condicionándolo en menor medida y, de esa manera, no necesitan reducir dichas conductas. Parecidas dificultades encontramos en los niños diagnosticados con problemas de conducta e hiperactividad comórbidos (Lynam, 1996).

            Otras teorías se refieren a la menor activación cortical de los psicópatas, lo que les lleva a condicionar peor que el resto de personas (Eysenck, 1964; Hare, 1978) o a una baja estimulación que les hace buscar exteriormente estímulos para aumentar el arousal interno (Quay, 1965; Raine, 1989). Entre otras similitudes encontramos la baja respuesta electrodermal ante la anticipación de estímulos aversivos, lo que indica un menor nivel de ansiedad (Hare, 1986; Ogloff y Wong, 1990).

            Además, hemos de añadir que los pacientes que han sufrido una lesión en el lóbulo frontal presentan comportamientos parecidos a los psicópatas (Gorenstein, 1982), lo que parece señalar un déficit en las funciones ejecutivas. Los niños con el patrón comórbido de hiperactividad y problemas de conducta también padecen dificultades en este sentido.

            Por último, destacamos las dificultades en la modulación de las respuestas y en la percepción del feedback del medio, para poder producir respuestas adaptadas. Estos autores señalan los problemas de los psicópatas para procesar automáticamente las señales y, de esta forma, actúan independientemente de las señales de los demás (emocionales, de peligro, de amenaza, de castigo, etc.). Este mismo déficit se encuentra en los niños hiperactivos y con problemas de conducta, lo que sugiere que los psicópatas del mañana pueden estar en un subgrupo de los niños hiperactivos y con problemas de conducta de hoy (Newman y Wallace, 1993a, b; Patterson y Newman, 1993).

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