El
desierto habitado
Se
aproximaban las fiestas de Navidad y no teníamos el cuerpo como para celebrar
esa farsa de amor, amistad y convivencia. Siempre me ha parecido una parodia
basada en el nacimiento de un hombre-dios que, al final, no es más que la
apropiación de festejos paganos, esencialmente romanos; la iglesia católica es
maestra en eso de quedarse con lo que no le pertenece de ningún modo.
Generalmente me suelo quitar de en
medio y viajo a los sitios más escondidos y recónditos por dos razones
principales: para evitar reuniones y compromisos no deseados y para visitar los
lugares más apartados sin tener que soportar la presencia de esos elementos
discordantes de Naturaleza y de las ciudades que se suelen llamar turistas. En
esta época se hacen sedentarios y las masas se quedan en casa o van a las casas
de los abuelos a celebrar un no sé qué de sentimientos amorosos familiares que
se suelen olvidar a los pocos días de terminar los festejos.
En esta ocasión decidimos recorrer
el Atlas y el desierto marroquí. Concretamente subir al D´Jebel Toubkal y
dirigirnos posteriormente al sur del país y pasar unos días en el Sahara entre
Zagora y Merzouga.
Una vez pasada la frontera de Ceuta,
decidimos ir hacia la costa atlántica, pero antes mi compañero de viaje recordó
que en un recóndito rincón de la sierra había escondido una pequeña piedra de
hachís, restos de un viaje anterior. Mejor que si lo hubiese registrado como un
“waypoint” lo encontró tras una pequeña búsqueda y continuamos el viaje. Al
poco decidió fumarse un cigarrito de esos y tan tranquilos íbamos cuando en un
cruce de carreteras nos dio el alto una pareja de gendarmes marroquíes. Como
era él el que conducía, uno de los policías se dirigió hacia la ventana del
conductor y éste, de forma rápida y a escondidas, me pasó por debajo el dichoso
porro. Yo no fumo ni siquiera tabaco así que, con los nervios, no sabía ni como
coger ni esconder el cuerpo del delito. Para colmo, el otro gendarme se dirigió
hacia mi ventana, lo que incremento mi natural estado de nerviosismo. Era un
control rutinario y tras unas breves preguntas y un desganado vistazo al
interior se retiraron y nos permitieron continuar el viaje. Tras arrancar de
nuevo la furgoneta, mi compañero me preguntó cómo había ocultado el “petardo” y
como había hecho para que ninguno de los dos gendarmes hubiese advertido nada
sospechoso dentro de la furgo. Como respuesta le enseñe las dos quemaduras que
me había hecho en los dedos pulgar e índice de la mano derecha, heridas que me
darían molestias para el resto del viaje. Todavía no entiendo como no
detectaron el intenso olor del interior. O quizá sí, pero ya estarían
acostumbrados y pasaron del tema.
Sin más incidentes destacables y
casi sin detenernos más que para lo indispensable seguimos viaje hasta el Alto
Atlas. Tras cruzar sin parar en Marraquech, emprendimos la subida hasta el
puerto de montaña que nos llevó hasta la base del Toubkal. Los paisajes de la
alta montaña marroquí son auténticamente deslumbrantes. Dedicamos el siguiente
día a subir todo lo posible por la poderosa montaña, aunque sabíamos que no
podíamos tocar cumbre debido a la escasez de equipo y la cantidad de nieve y
hielo en sus laderas. Llegamos hasta un refugio donde ya nos avisaron de las
condiciones extremas de las alturas y después de deambular por los alrededores
y tomar algún refrigerio iniciamos el descenso y llegamos a punto de cenar y
dormir en la furgoneta, nuestro hotel en todo el viaje.
Al día siguiente, después de
recorrer algunos de los valles cercanos, paramos a descansar y se nos acercó un
paisano del lugar ofreciéndonos comida tradicional autóctona en su vivienda.
Dispuestos a experimentar y conocer la forma de vida de los habitantes de tan
apartadas tierras, aceptamos encantados, tras fijar de antemano el precio, cosa
que en Marruecos es de obligado cumplimiento si no quieres tener postreras
sorpresas.
¿Queda
muy lejos tu casa? – preguntamos usando el lenguaje particular de signos y
expresiones corporales que se utilizan en estos casos, aunque conocíamos de
sobra la respuesta: - No, está bastante cerca. El concepto de “cerca” en el ambiente rural
tiene un significado distinto al que se suele usar con otras formas de
conocimiento. No busquemos paridad en el significado porque no lo hay. El
pueblo, cercano según él, estaba al otro lado de un profundo valle por el que
circulaba un riachuelo de aguas cristalinas que saltaba y brincaba entre las
rocas del fondo. Integrado totalmente en el paisaje no dejaba de ser una
humilde aldea cuyas casas de adobe tenían el mismo color pardo rojizo de las
tierras que la rodeaban. Para llegar a ella había solo dos maneras
tradicionales de acceder: o andando o en mula. Como no teníamos mula alguna no
nos quedó otra opción que bajar al valle e iniciar la escalada por un sendero
estrecho y zigzagueante que desembocaba en el pueblo. En toda la subida nos
repitió varias veces el menú : - Couscous avec poulet; couscous avec poulet.
Una
vez llegados a la aldea y tras un breve descanso para recuperar el resuello,
nos llevó a su humilde casa y ocupamos un pequeño recinto donde una mesita y
algunos cojines en el suelo hacían las veces de improvisado comedor. Nos puso
una jarra con agua, algunos panecillos y esperamos un rato para las viandas.
Supongo que ya las tenían preparadas de antemano porque al poco tiempo llegó
con una enorme fuente de cuscús, asomando por doquier vegetales tales como
zanahorias, coles, garbanzos, etc., y en lo alto del culmen, como dos
montañeros que acabaran de alcanzar la cumbre de una difícil montaña, asomaban
dos estrechas, exiguas y esqueléticas partes de una pechuga de pollo. No nos
había mentido. Era un couscous avec poulet. Tan solo habíamos confundido las
cantidades.
Tras
algunas travesías menores por la base y los valles de la imponente mole del
Toubkal nos dirigimos hacia el sur, destino a las dunas de Zagora, situada en
el valle del río Draa. Allí visitamos la ciudad y nos hicimos la correspondiente foto junto al
cartel que anunciaba a las antiguas caravanas la distancia de su destino en
función del tiempo: “Tombouctou 52 jours”.
Decidimos
hacer la ruta hacia Merzouga evitando en lo posible las carreteras e hicimos la
mayoría del trayecto por carriles y caminos casi intransitados salvo por
algunos pocos locales con sus dromedarios que, al pasar, nos miraban con
extrañeza y, a la vez, nos trataban con la amabilidad propia de la gente del
desierto. Cerca de Merzouga (cerca, también en el desierto, es una forma de
hablar relativa) decidimos circular por una zona de hamada llana que nos
pareció segura; a lo lejos se podía adivinar entre la bruma el erg y las
siluetas de las dunas adonde nos dirigíamos.
Todo
se desarrollaba a la perfección, el motor de la furgo Mercedes rugía con
regularidad matemática, no se divisaba vida alguna hasta donde alcanzaba la
vista y hacía un día maravilloso. De súbito, el morro de la furgo se hundió en
el suelo y las ruedas comenzaron a patinar hundiéndose cada vez más en la
arena. ¿Cómo era eso posible si la hamada es el desierto de piedra con el piso
firme como el asfalto de una carretera? Nos bajamos y al instante comprendimos
que el aparente firme no era más que unos pocos centímetros de arena que al
meteorizarse por efecto del frío y del calor, el viento y la escasa lluvia que
a veces cae en el desierto, se había compactado formando un simulacro de roca
dura que, al paso de la furgo, se había quebrado dejándonos con las dos ruedas
delanteras, las tractoras, hundidas en la arena. Llevábamos una pequeña pala
plegable con la que intentamos hacer un surco en la arena y retroceder hasta la
zona donde el piso parecía más firme, pero según íbamos cavando y retrocediendo,
las ruedas se hundían cada vez más. Sudando a chorros y casi deshidratados, al
punto de caer en la desesperación, nos pareció oír a lo lejos un susurro leve
que aparecía y desaparecía según el viento, como un pequeño motor. Pensamos
enseguida que no era más que una especie de espejismo sonoro producto de
nuestra imaginación febril intentando buscar soluciones al problema al que nos
enfrentábamos. Ya estábamos intentando el difícil e inseguro sistema de
enterrar profundamente la rueda de repuesto y con el cabo de remolque
enganchado y girando en una de las ruedas tractoras ir sacando centímetro a
centímetro el vehículo de aquella especie de arenas movedizas donde nos
habíamos metido, cuando el sonido del pequeño motorcillo se hizo mucho más
claro y audible. A lo lejos pudimos divisar una discreta nube de polvo que se
dirigía y acercaba poco a poco a nosotros. Comprobamos al punto que se trataba
de una pequeña moto en la que un paisano portaba a ambos lados de los costados
de la misma una pala de grandes dimensiones y una recia tabla de madera
afianzadas por sendas cuerdas. ¿Cómo era posible que nos hubiese localizado en
aquellas inmensidades que nosotros presumíamos totalmente vacías de personas?
Comunicándonos en esa especie de torre de Babel que se utiliza en el desierto,
mezcla de francés, español, inglés, y expresiones de cortesía árabes y
tamazight, nos confesó que no éramos, ni mucho menos, los primeros en verse en
esa situación y que ya había ayudado a otros, a los que divisaba desde su
pequeña aldea situada a media montaña, junto a una mina. Definitivamente el
desierto sí que está habitado.
Cavando
con la pala grande y colocando la tablazón de madera bajo una de las ruedas, en
unos veinte minutos estaba la furgoneta en terreno seguro y nuestro ánimo había
subido ya un montón de grados. Agradeciéndole de todo corazón su inapreciable
ayuda le preguntamos cuanto le debíamos por el servicio y nos contestó que
nada, aunque añadió de seguido que en un bolso llevaba una pequeña cantidad de
fósiles del desierto y que, si queríamos, le podíamos comprar algunos. Magnífica
estrategia comercial la suya porque, además de adquirir sin regatear algunos de
los ejemplares que llevaba, le dejamos una generosa propina y nuestra admiración
y reconocimiento más profundo por su ayuda.
En
el resto de la ruta hacia el erg Chebbi y Merzouga nos cuidamos ya muy mucho de
no abandonar los carriles y sin más inconvenientes llegamos a la zona donde
pasamos unos días andando por las dunas, durmiendo en el desierto y visitando
la famosa laguna temporal, unas veces árida y seca y otras llenas de vida con
anfibios y aves acuáticas por doquier.
Se
nos acababa el tiempo y teníamos que volver con relativa rapidez, pero
decidimos parar en Marraquech, Yo ya conocía la ciudad de otros viajes, pero mi
compañero tenía interés en echar un breve vistazo. Llegamos de día y pudimos
ver el centro, la bulliciosa Medina, la Koutubia, torre gemela de la Giralda y
la magnífica plaza de la Djema el Fna, llena de contadores de historias,
vendedores ambulantes, encantadores de serpientes, aguadores, macacos
amaestrados, músicos, etc. Por la noche, la plaza se transforma y se convierte
en un inmenso muestrario de comidas tradicionales en un sinfín de pequeños
puestecillos apelmazados donde los pregoneros, a voz en grito, proclaman las
excelencias de sus brochetas, caracoles, hariras, frutas, pastelas y otras
innumerables viandas.
Cansados
como estábamos volvimos a la furgoneta y salimos del centro de la ciudad y
buscamos un lugar tranquilo y silencioso para dormir junto a las antiguas
murallas, ya que al día siguiente nos esperaba un largo viaje hacia Tánger para
coger el ferry de vuelta a la península.
Ya
estábamos a punto de acostarnos cuando vimos las luces de un coche sin ningún
tipo de identificación oficial que se detuvo junto a nosotros y bajaron de él
dos personas vestidas de calle, a la europea, que se dirigieron hacia nosotros y
casi inmediatamente llegó un coche de la gendarmería marroquí de la que bajaron
también otras dos personas, pero esta vez uniformadas. Uno de los primeros, con
toda seguridad policía secreta, se dirigió a nosotros en francés, nos preguntó
que hacíamos allí, se lo explicamos como pudimos y nos requirió los pasaportes.
Se los dimos y se fue hacia el coche patrulla y lo oímos hablar con los otros
tres en árabe, con lo cual no nos enterábamos absolutamente de nada. Tardaron
en volver unos quince minutos que a mí me parecieron eternos y yo ya me veía
pasando la noche en un calabozo de la policía marroquí sin entender muy bien
que norma o ley, al parecer, habíamos infringido. Muy al contrario, nos
devolvieron los pasaportes y de forma muy amable nos dijeron que nos teníamos
que marchar de allí, que no podíamos pernoctar en aquel lugar. Ante nuestra
cara de extrañeza, porque nos había parecido que allí no molestábamos a nadie
ni estaba prohibido aparcar, nos dijo en un francés que entendimos a la
perfección: - Pour votre propre sécurité.
Al
parecer nos habíamos metido sin querer y como auténticos pringadillos en la
mismísima boca del lobo, en una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Nunca
agradeceré lo suficiente a esos policías el susto que nos dieron aquella noche.
Salimos de allí, nos metimos en un aparcamiento oficial dentro de la ciudad y
dormimos como lirones.
Algo había escuchado alguna vez. Interesante y envidiable historia. Espero que quede todavía algo de ese Marruecos y que se dé la circunstancia propicia para el viaje.
ResponderEliminarGracias.
Qué alegría cuando las fuerzas fallan, los ánimos decaen y aparece un lugareño con la ayuda necesaria!
ResponderEliminarEstoy encantada de saber que sigues corriendo aventuras, que el Atla te llama y que muchos son los caminos que a él te llevan.😉
¡Saludos!
ResponderEliminarSoy la señora Ana Maria Julio, nacida en noviembre de 1952 en Alicante, propietaria de una empresa comercial, actualmente en cuidados intensivos por enfermedad.
Perdí a mi marido, con el que no tuve la oportunidad de tener un hijo, durante la crisis de Covid-19.
Tengo un tumor cerebral y, según los exámenes médicos, esta enfermedad acabará con mi supervivencia.
Mi padre religioso y guía espiritual me recomienda regalar mi herencia para obtener el favor divino.
Me gustaría donar la suma de 332.000 euros para cuidar mi herencia y adoptar a mi cariñosa gatita Mila en una familia.
Esperando que mi nota le sea útil, y esperando su respuesta, escríbame a mi dirección de correo electrónico que figura más abajo para mantener una conversación franca y honesta con el fin de saber más sobre esta donación.
anamariajulio38@gmail.com
Gracias.
Fantástica crítica,parece mentira que no sea la gente capaz de de guardar una puta lata y llevarla a un sitio dónde pode
ResponderEliminarTr desacerte