jueves, 26 de enero de 2012

Apuntes sobre la adolescencia (V)

Baja tolerancia a la frustración
    Las frustraciones, especialmente las pequeñas contrariedades que son cotidianas y recurrentes, forman parte de la vida de todas las personas. Si no estamos preparados para soportar la emocionalidad negativa que nos generan estas adversidades diarias, estas nos harán daño continuamente y contaremos con pocos recursos con los que hacerles frente.
    Las contrariedades diarias, biológicas, psicológicas y sociales, constituyen una parte importante de nuestro quehacer vital y la forma de manejarlas y enfrentarnos a ellas contribuirán a que tengamos un nivel emotivo adaptado, dentro de unos umbrales de felicidad aceptables. La mejor manera de desarrollar estas estrategias de enfrentamiento consiste en ir aumentando progresivamente la tolerancia a la frustración. Para ello, es preciso que, de forma paulatina, nuestros niños y adolescentes se vayan  enfrentando a situaciones frustrantes cada vez de mayor calado.


    En la nuestra sociedad actual, donde nuestros hijos se educan entre “nubes de algodón”, donde se evitan las más mínimas contrariedades, hará falta una mayor concienciación paternal en cuanto que escaso y flaco favor hacemos a nuestros  chavales si no les vamos preparando para la realidad externa que se van a encontrar de adultos, donde no todo va ser de color rosa.
Sirva de ejemplo el tema de las comidas que es especialmente delicado para muchas familias y que supone una fuente de estrés familiar de primer orden. Hace poco, me comentaban como una mamá que  solía llevar a su hijo queridísimo a algunas reuniones familiares, léase cumpleaños, fiestas de navidad u otros acontecimientos sociales, llevaba como elemento esencial del acto en sí, un recipiente en el cual guardaba celosamente la comida que realmente le gustaba al retoño, en previsión de que , por fatal designio del destino, las viandas preparadas al efecto para el agasajo de las visitas no fuesen del agrado del interfecto y el niño montará el pollo en medio de la fiesta.
    Aunque parezca un poco extremo el comportamiento de esta mamá, he podido comprobar en varias ocasiones cómo ante la cara de disgusto y fastidio de un prepuber ante el plato de comida que se servía en la mesa para todos los familiares y amigos en una comida de tipo social, su progenitora abandonaba solícita y rápidamente la mesa y se afanaba de nuevo en la cocina para preparar unos filetitos que “es lo que le gusta a mi niño”. Ante el desconcierto del resto de los componentes de la mesa la respuesta era: “es que ni niño es muy difícil para comer, no me come nada, excepto lo que le gusta” y también “¡no lo voy a dejar morir de hambre!”.
    Estos razonamientos provienen de la falta de conciencia en algunas personas de que educar implica enfrentarse, poner límites y decir “No” algunas veces ante las demandas de sus hijos.
Conozco algunos padres que optan por enviar a los niños a los comedores escolares con el único objetivo de que allí lo acostumbren a comer de todo, porque ellos se consideran incapaces de lograrlo.  No se trata, como es obvio, de que las comidas sean más suculentas, sino que en los centros escolares los niños dejan de acaparar la atención familiar y se diluyen en la comunidad infantil. También actúa el “efecto pollito” dado que tienen como modelo a seguir a otros niños (como los pollos de una misma nidada) y pueden ver como la mayoría de los compañeros atacan los platos sin el menor retraimiento.  Además comprenden que no hay otra alternativa. Aquí no se atienden los caprichos ni gustos especiales. La comida es la misma para todos.
Si este modelo escolar funciona, la enseñanza para las familias no puede ser otra más que educar a los hijos en la aceptación, elogiar cuando se hace un esfuerzo, recompensar las conductas dirigidas en el camino correcto y plantear siempre, sin gritos ni confrontaciones, que sólo hay una alternativa si no quieren quedarse con hambre.

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